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viernes, 7 de octubre de 2011

¿Herirse o morir de frío?...



Schopenhauer, en una suerte de fábula titulada el “dilema del erizo”, sugiere un principio interesante y desolador. Una tarde helada, un grupo de erizos necesitan mucho calor para no morir de frío. Así que se aproximan entre sí: mientras más se acercan, más dolor se causan con sus propias púas, unos contra otros. Y se separan. Y regresa el frío. Vuelven a juntarse. Vuelve el dolor debido a las púas… Hasta que encuentran la distancia prudente para no lastimarse pero también para no morir congelados.
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Mientras más cerca se encuentren dos seres, se engendra con mucha fuerza la posibilidad de que se puedan hacer daño mutuo. Experimentar al otro puede doler tanto que nos retraemos y que después regresemos a la cárcel de nuestra soledad porque ésta es más segura, sin dolor, pero también que carezca del placer mismo del encuentro de la otredad.
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Cargar con la otredad significa cargar con la pesada carga del dolor y la vivencia del otro. Cuanto mayor sea la intimidad, más probabilidad de sufrimiento.
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El poeta Cernuda lo dijo así: “Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos”.
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Dos erizos se repelieron con violencia porque la púa era intolerable. Amargados y desalentados se miran desde extremos opuestos, ocultos detrás de un árbol. Se observan con resentimiento y rencor: a la mañana siguiente estaban muertos debido al frío. Incapaces de relacionarse y armonizar…
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Ni era, ni será, porque ya es ahora…