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miércoles, 21 de diciembre de 2011

Bendito alcohol que me deja expresar lo que mi corazón piensa, pero maldita la razón que no lo hace...



Toda sociedad crea un conjunto coordinado de representaciones, un universo simbólico a través del cual se reproduce y que distingue al grupo para sí mismo, que distribuye los papeles, expresa las necesidades colectivas y los objetivos a conseguir. Por ejemplo, el alcohol, entonces (decía Barthes), sirve de fundamento no sólo a una moral sino también a un decorado.
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El alcohol tiene un estatuto específico que lo hace pasar por otra cosa: pareciera que es distinto a una droga y por eso su consumo está admitido y se anima de mil formas. El consumo de alcohol se halla asociado, en nuestras mentes, a la noción de placer (especialmente gustativo), de buena comida, de relación, de acontecimiento feliz, de fiesta. Sin duda, los principales lugares de encuentro social son lugares de consumo de alcohol.
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Las personas lo utilizamos como una especie de “medicamento” que nos euforiza, nos desinhibe, anestesia nuestra fatiga, angustia o malestar. Incluso a veces puede amparar contra el frío. No hay una sola situación de presión física (temperatura, hambre, aburrimiento, etc.) que no lleve a pensar en el alcohol como solución.
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Sin embargo, el peso de los aspectos socioculturales del alcohol vehiculiza numerosos prejuicios profundamente enraizados: “si no se aguanta el alcohol, no se es un hombre”, “subir la moral”, “calentar el cuerpo”, “abrir el apetito”, “dar fuerzas”… En efecto, el alcohol puede facilitar la vigilia, la euforia (esa bienhechora sensación difusa de bienestar que atenúa eventuales angustias), la excitación momentánea de las facultades intelectuales o puede permitir un cierto distanciamiento ante una situación. Tiene un efecto evidente de levantar las inhibiciones en la medida que supone la modificación de lo vivido.
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Como es típico en otros momentos, hoy me encuentro menos ansioso y manifestando emociones que normalmente permanecen ocultas o reprimidas. ¿Esto me hará mal?