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martes, 26 de abril de 2011

El tiempo todo lo da y todo lo quita...



Uno cambia una palabra por otra, con frecuencia aún más desconocida.
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Pensar el tiempo es como arar en el mar.
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Las tres fases del tiempo no son fijas. Solamente el pasado conserva su status de pasado. El pasado ya ha dejado de ser. Pareciera que no existe. Sin consistencia real, no se ve, no se palpa. Sin embargo, es una de las fuentes del presente. El pasado existe al menos “un poco”. ¿Cómo concebir la realidad del pasado a partir del hecho de que la realidad sólo puede definirse en el presente?
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Scott Fitzgerald consideraba que el pasado no estaba en ninguna parte: que cada instante, inmediatamente después de vivido, caía en un abismo sin dejar huella alguna. La felicidad sepultada se ha perdido para siempre y esto es indefectiblemente desgarrador. La imposibilidad de recurrir o de retornar al pasado es la marca más trágica de la desolación habitual del hombre, de su lento desgarro.
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Proust, en el otro extremo, quiere partir en búsqueda del tiempo perdido y de la felicidad pasada gracias a un trabajo de purificación de la memoria. Cada una de nuestras impresiones pasadas puede aflorar a la superficie, liberarse de su envoltura contextual y alcanzar así la verdad. Hay toda una serie de posiciones intermedias entre estos dos extremos.
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Plauto escribió: “¡Que los dioses maldigan al primer hombre que descubrió cómo señalar las horas! Y que maldigan también a aquel que en este lugar erigió un reloj de sol para cortar y despedazar de modo tan infame mis días en pequeños trozos”.
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De Schopenhauer: “Mientras somos jóvenes, dígasenos lo que se quiera, creemos que la vida va a durar siempre, y desperdiciamos el tiempo. Pero cuando somos mayores, más económicos nos volvemos con nuestro tiempo, pues, al llegar la vejez, cada día vivido produce una sensación semejante a la que experimenta el condenado a muerte con cada paso dado hacia el cadalso”.

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