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jueves, 4 de noviembre de 2010

El sábado de la tregua melancólica (la nostalgia revisitada)...



Me inundaba cierto estupor y aún así adivinaba el sol irascible del mediodía, regurgitando sobre el cielo grisáceo. Podía sentir la sangre y su flujo: era toda regularidad. También podía sentir la sed. Por primera vez, al cabo de mucho tiempo, pensé en M. Al recordarla imaginé que sus recuerdos deberían ser como una mancha que ya se lavó.
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En ese momento se acercó un alumno. Tuve un pequeño sobresalto cuando lo vi. Lo percibió y me dijo que si podía posar para la foto. Y entonces yo traté de sonreír y dudé porque pienso que no sé hacerlo. Los flashazos, el vahído, el dolor de estómago, la promesa de otra vida… Volteó bruscamente y me miró a la cara y sólo dijo “gracias” y me parece que ya no pudo articular palabras. Sobrevinieron abrazos y felicitaciones.
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En algún momento, me parece que cuando estaba el número musical, salí del salón para tomar aire. A orilla de la calle contemplé la vegetación y cómo se calcinaba por el calor de lo que no era todavía el mediodía. Olores de noche y de tierra llegaban hasta mí. Era una paz maravillosa. Tuve ganas de fumar pero no tenía cigarros y además eso hubiera dado una imagen “poco conveniente” para los alumnos. Cuando regresé, la ceremonia se sucedía minuto a minuto. Los padres de familia como público contemplaban a sus hijos. Creo que me hizo mal colocarme a un lado de la mesa de la comida porque los olores llegaban hasta mí y me perturbaban.
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Durante meses miré las paredes de esas aulas. Nada ni nadie hay en el mundo que las conozca mejor. Y seguramente desde hace mucho tiempo escudriñaba ecos y rostros en ellas. ¿Había buscado en vano? Dentro de esas cuatro paredes reflexionaba laboriosa, y quizás odiosamente, sobre la condición humana, su capacidad para producir dolor y las posibilidades de existencia en sociedad de los individuos. Hoy, este día sábado, todas las afrentas se restañaban y se pasaban por alto. Era el fin, la clausura.
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El corazón se volcaba en estremecimientos de alegría y de cólera. Ellos habían vivido de una manera y hubieran podido vivir de otra. Habían hecho esto y no habían hecho aquello. No habían hecho una cosa cuando habían hecho otra. ¿Y todo para qué? Como si todos esos alumnos hubieran estado esperando todo el tiempo este minuto, estas primeras horas del día, en que serían justificados.
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Me sentía tan ajeno a todo hasta que ella se acercó. Era K. y su rostro transpiraba dolor. Sus lágrimas se desgranaban una tras otra. Sollozaba copiosamente y alcanzó a decir que se va a vivir al norte del país. Me tomó por sorpresa, estupefacto. Miré sus ojos de tragedia, de ángel caído. Y no pude más que enternecerme y casi por contagio asomaba el mismo estremecimiento. Nos abrazamos y ya no recuerdo que le dije al oído. Me imagino que entre la muchedumbre trató de localizar a sus amigos y amigas para la despedida. Fue un mínimo instante: no volví ni volveré a verla…
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Y así, con unas cuantas variaciones, fui testigo de algunos adioses similares y dramáticos. Entonces creí comprender porqué hay que recomenzar. Allá, en torno a ese pequeño salón de eventos, las vidas se extinguían y se celebraba una tregua salpicada de melancolía, nostalgia y añoranza. Las dedicatorias, las imágenes, la comida, los abrazos, los rostros de los familiares, las últimas palabras… Era el fin. Eso es el fin. Tan próximo este momento, muchos debieron sentirse liberados y dispuestos a revivir de otra manera, o tal vez no porque los obligaban sus padres. Nadie tenía derecho a llorarlos más que ellos, a sí mismos. Los encontré, de súbito, tan semejantes a mí, tan fraternos: yo también me sentí dispuesto a revivir todo. Abandonar las clases de pronto y empezar de cero. Perder los asideros y caer lejos, lejos, para iniciar de nuevo.
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Cuídense mucho. Cuídate mucho K.

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