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domingo, 14 de noviembre de 2010

Todo lo que no es desgarrador es superfluo…


Si me remonto a mi infancia y adolescencia constato que he sentido siempre un malestar que los años han delimitado y acentuado: se inmiscuye en la vida y la trastorna.
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Acabo de recibir unas notas de un amigo al que conozco hace tiempo. Me dice que no cree nada de lo que he escrito y lo que le he referido. Dice que “te conozco y sé que eres muy alegre”. Sea cual sea mi estado de ánimo, siempre me ejercito en ocultarlo tras un comportamiento histriónico. Soy esclavo de mis nervios, pero puedo disimularlo. Se vuelve comedia: por ejemplo, voy a la junta en un estado de desesperación absoluta o cuento en la clase historias frívolas sin interrupción cuando estoy indiferente o abúlico ante la apatía reinante. ¿Será pudor, será defensa? Supongo que mi dependencia de la fisiología es aplastante.
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Contaba Kierkegaard que al regresar a casa, después de haber hecho reír a todo el mundo en un salón, sólo tenía ganas de suicidarse.
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La melancolía es un tedio refinado, un sentimiento de que no se pertenece a este mundo. En un estado así, la expresión “nuestros semejantes” no tiene ningún sentido. Es una sensación de exilio irremediable.
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Las cosas ocurren sin piedad: de un modo irreparable triunfa lo falso, lo arbitrario, lo fatal. La historia del hombre comenzó con una caída.

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